Oda al ejercicio en cuarentena

Juliana Angel Osorno
6 min readMay 12, 2020

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Era 1998 y yo era una niña gorda, rosada y sudorosa. La gente que entonces me decía gorda, dice hoy que no lo era tanto, porque el modelo ha cambiado, pero entonces, en la era de Kate Moss, yo era una niña gorda, grande y que odiaba hacer ejercicio. La clase de deportes era mi peor pesadilla. Nos tocaba empacarnos en unos bicicleteros apretados azules oscuros y una camiseta con el logo del colegio, y nos ponían a hacer cosas horribles que sólo eran horribles porque nos hacían sudar. Si no fuera por mi gran desprecio hacia mi gordura, habría descubierto que eran divertidas. En ese entonces, yo creía que sudaba porque era gorda y me tomó mucho tiempo descubrir que esa reacción metabólica es variable. Hay gente flaquísima que suda a baldados y gente muy gorda seca y fría como un lagarto. Se me ponían los cachetes rojísimos y se me manchaban las axilas. Era húmeda, blanda y lenta. Y la gente lo veía.

En ese entonces, nos separaban para hacer la clase de deporte: los niños con un profesor y las niñas con una profesora. No sé bien por qué lo hacían, ni mucho menos por qué nos juntaban en el bachillerato, cuando la presión de la mirada masculina era más aterrorizante. Quizás esa presión era tan intensa, precisamente, como consecuencia de la fase en que nos separaban para que no nos vieran los niños. Para que no me vieran temblar y sudar. Pero igual estaban las niñas, tan rectas, tan flacas, con sus bicicleteros que, anchos, les sobraban alrededor de los muslos. Sus nalguitas recias como cocos dentro de la tela azul. Me sentía como un gigante, con mi barriga redonda cortada por el elástico y los muslos tan texturizados. En mi curso, por fortuna, no estaban las niñas bonitas del grado. Una magia del destino las había aglomerado en en otro curso: eran todas gimnastas olímpicas, nadadoras, atletas.

Los niños del curso de mi hermana mayor, que no eran vistos como una pandilla de truanes sólo porque eran ricos, me encontraban en los corredores y me llamaban de todo tipo de cosas: buñuelito y nevera son dos que recuerdo bien. Mi suerte era ser brava y tener amigos. A los de mi curso los pellizqué desde el kinder cuando me molestaban y entre esa serie de pequeñas causas y efectos de la violencia infantil nos hicimos amigos. Yo no era exactamente infeliz, por mi temperamento, por un lado, y porque me gustaban otras cosas: estudiaba, tenía un grupo de amigos que me quería y en general nos tratábamos bien, como hermanitos. Pero la clase de deporte era mi talón de aquiles. La odiaba, a veces fingía enfermedad para irme a pasar las dos horas a la enfermería. Era mala con las pelotas, odiaba cualquier ejercicio que incluyera correr, saltar o tener agilidad. De los ejercicios de atletismo, sólo me gustaban los de proyectil, porque, en mi cabeza, mi tamaño me daba fuerza y además podía canalizar un poco la rabia.

Además me parecía fútil. No entendía cómo la clase de deporte participaría de cualquier manera en nuestra formación. Me parecía el consuelo de los bobos y de los vagos y me daba más rabia tener que participar del premio de consolación que les daban por no poder sentarse a hacer ejercicios de matemáticas en silencio.

Ahora sé que la actividad física es muy importante para el desarollo intelectual y para otra serie de cosas relevantes. Sobre todo sé que si me hubiera acostumbrado de niña a hacer ejercicio hoy no sería una mujer de 31 años que no sabe saltar y que no logra hacer una flexión de brazos. Pero eran los noventas, y no se hablaba de salud, sino de belleza, y yo no lograba ser bella, esbelta y ágil. Yo era inteligente, divertida, culta y me gustaba bailar.

La única práctica de movimiento que me interesaba era el baile y hasta que lo extinguieron, fui miembro del grupo de danzas del colegio. Ahí era grácil y sonriente, y sudaba menos. Además nos escondíamos en los boleros de las faldas de danzas folclóricas, nos maquillaban para las presentaciones y nos cubrían la cabeza de flores sintéticas. Teníamos modos artificiales de embellecernos, y eso me sostenía.

En el atletismo se sostenían apenas las que eran naturalmente bellas, las que no sudaban ni se les desordenaba el pelo. Las que se veían bonitas con los cachetes colorados después de correr los relevos en el peor día del año: los juegos del atletismo del colegio. El día preferido de los vagos que sabían correr y jugar fútbol. La pesadilla de los gordos, de los torpes, de los tímidos. Era obligatorio, además. Un día entero en que teníamos que humillarnos y ardernos con el sol frío y andino de Bogotá.

El los últimos tres años de colegio logré safarme de este día con artimañas burocráticas, falsas enfermedades y finalmente apelando al ridículo voluntario. El último año, hice todo lo peor posible en un acto de alevosía adolescente que escondía, en realidad, mi terror a sudar en público. O a esforzarme realmente, y hacerlo tan mal como lo hice por voluntad propia. Recuerdo que con algunas amigas trotamos la prueba de 100m muertas de la risa mientras los bicicleteros nos subían por entre las nalgas. Nos regañaron al final, y una profesora nos obligó a hacerla de nuevo: caminé. Ninguno de mis puntajes de ese año aparecían siquiera en la cartilla de puntos que llenábamos. Fue una victoria por omisión.

Entre ese año victorioso y hoy han pasado trece años, y me tomó una pandemia mundial para descubrir el placer por el ejercicio aeróbico y el amor por el sudor jadeante que escurre por mi nueva cabeza calva, que también estrené en la cuarentena. En esos trece años intenté muchas cosas: más danza, yoga, pilates. Me inscribí al gimnasio algunas veces, pero siempre paré de ir, porque era claramente la actualización de las clases infantiles. Los ágiles luciéndose, las bonitas todas con sus nalgas recias y los sudorosos, nosotros, dando lo mejor que podíamos en intenso sufrimiento. El primer año que viví en Brasil, una amiga me enseñó a correr, aunque apenas con clases teóricas, porque me aterraba hacerlo con ella. La mirada de las personas en la calle era más dolorosa que la quemazón en los pulmones: intuía que podían leer mi inhabilidad, mi peso, y que les daba algo de pesar. Paré.

Estoy ejercitándome desde el comienzo de la cuarentena. Empecé por aquello de la energía reprimida y la salud mental. Es el escenario ideal: una mujer rubia y fuerte, que en los dosmiles hubiera envidiado, me grita desde una pantallita en el teléfono que lo estoy haciendo bien, que sonría, que revise la posición de mis rodillas, que soy increíble, que este es el comienzo de una vida nueva, que no piense, apenas sienta el cambio dándose dentro de mi cuerpo. Y yo jadeo y sudo y no sonrío nada, porque me duele todo, pero ella no lo sabe y yo tampoco tendría cómo decírselo. Y así seguimos, yo estoy acompañada pero anónima, sola en la sala, ruborizada, con mapas apareciendo debajo de las axilas. Y así soy feliz, porque no hay nadie para medirme, o verme, o para obligarme a hacerlo un poco más de tiempo o mejor. Estamos apenas yo y esa presencia genérica que me da órdenes para que yo pueda hacer algo que nunca aprendí a hacer sola.

Mi problema en realidad nunca fue con el ejercicio en sí. Así lo veo ahora que no hay nadie que me pueda ver. Incluso, en las últimas semanas ya no le digo a mi novio que salga del lugar mientras trato de aprender a hacer flexiones de pecho y salto una cuerda imaginaria. No paro de ejercitarme hasta que gotas gordas y saladas de sudor me bajan por la nariz, como si fueran premios porque a mi cuerpo ya no le duele tanto la lombar y logro levantarme del piso sin apoyarme en algo. Me ejercito ahora como la gente que me parecía fútil y vaga en la infancia, y lo disfruto. Y me tomo fotos, para verlas yo y a veces se las mando a mi familia, un poco para que se animen y otro poco para que vean que ya no me da tanto miedo ejercitarme, jadear y ponerme rosada. O para que me dé menos miedo que me vean los demás.

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